Siempre he tenido miedo de conducir. No exagero. Para que os hagáis una idea, necesité de 5 examenes prácticos antes de conseguir el carné. Me da miedo hasta sacar el coche del garaje. Aparcar es un desastre, arrancar en cuestas me hace sudar, y la carretera con camiones gigantes me pone los nervios de punta.
Por eso, cuando le dije a mi esposo que quería ser taxista, primero se ro como si estuviera bromeando y luego intentó hacerme cambiar de idea varias veces. Pero lo tenía decidido. Sí, yo, la persona que se bloquea en un stop, iba a conducir todo el día por la ciudad y llevar gente de un lugar a otro. Y sí, fue una locura.
Voy a ser honesta: hubo momentos de pánico, risas, errores que ni yo puedo creer, pero también una satisfacción enorme cuando ves que puedes hacerlo.
El momento en que decidí ser taxista
Todo empezó un día cualquiera. Estaba en casa, aburrida, mirando videos en YouTube de gente conduciendo taxis por la ciudad. No sé por qué, pero de repente pensé: “Yo también podría hacer eso”. Lo primero que sentí fue miedo absoluto. Conducir no es mi fuerte, nunca lo ha sido, y la idea de pasar horas al volante con desconocidos me parecía un reto enorme.
Cuando se lo conté a mi esposo, me miró como diciendo: “¿En serio?”. Se rio y me dijo que no tenía sentido, que podía intentarlo con otras cosas más seguras. Pero algo dentro de mí no me dejaba soltar la idea. Había algo en poder manejar tu propio tiempo, conocer la ciudad desde otra perspectiva y, sí, ganar dinero mientras lo hacías, que me llamó mucho la atención.
No voy a mentir: la primera semana después de decirlo me sentía ridícula. Me preguntaba cómo podía alguien como yo, que se bloquea en un simple cruce, pensar que podría conducir todo el día. Pero, al mismo tiempo, no podía dejar de imaginarme detrás del volante, con música a todo volumen y llevando pasajeros que a veces contaban historias divertidas y otras veces simplemente querían silencio.
Esa mezcla de miedo y curiosidad fue lo que me empujó a seguir adelante.
Aprender a no morir en el intento
Antes de poder trabajar, tuve que enfrentar mi miedo de conducir de frente. Lo primero fue tomar clases prácticas. No te voy a mentir, fue humillante al principio. Mi instructor me miraba y a veces me preguntaba si estaba segura de querer seguir. Yo asentía, aunque mi corazón latía como loco cada vez que arrancaba en una cuesta o intentaba estacionar.
Aprendí lo básico, sí, pero también descubrí lo complicado que era mantener la calma. La ciudad no espera a que tú superes tu pánico, y los conductores impacientes tampoco. Pero poco a poco, empecé a notar mejoras. No mucho, pero algo. Cada maniobra exitosa me daba un mini subidón de autoestima, y cada error, que fueron muchos, se convirtió en una especie de broma personal: “Bueno, hoy choqué el bordillo otra vez, pero mañana lo intento de nuevo”.
Otro punto importante fue conocer la ciudad. Saber qué calles evitar, dónde se forman los atascos y cómo moverte rápido sin ponerte a temblar. Todo eso era fundamental si quería sobrevivir siendo taxista sin sentir que el mundo me odiaba. Al principio usaba mapas y aplicaciones, pero después empecé a memorizar rutas. Cada paso me acercaba más a mi objetivo: ser taxista de verdad, sin que el miedo me controlara.
Cómo me hice taxista
Finalmente llegó el momento de formalizar todo. Para poder trabajar legalmente, tuve que hacer un curso de taxista. No voy a decir que fue fácil; hubo teoría, práctica y pruebas que me hicieron sudar la gota gorda. Pero si quieres saber cómo empezar, aquí va mi experiencia directa:
Primero, busqué un centro de formación que ofreciera todo lo necesario. Me inscribí en un curso que incluía todo: normativa, mecánica básica, atención al cliente y rutas de la ciudad. Según Academia Marin, centro de formación profesional especializado en el sector de la Seguridad Privada que también prepara el curso de taxista, “es fundamental tomar el tiempo necesario para aprender tanto la teoría como la práctica, porque conducir un taxi no es solo manejar, sino también saber interactuar con los pasajeros y conocer la ciudad”. Esa frase me quedó grabada, porque la primera vez que llevé un pasajero me di cuenta de que tenía razón.
Durante el curso aprendí reglas de tráfico avanzadas, cómo tratar con pasajeros de todo tipo y cómo actuar ante emergencias. Sí, suena aburrido, pero fue sorprendentemente divertido. El instructor era un tipo paciente, aunque yo era un desastre: confundía los semáforos, me equivocaba de calle y no paraba de hacer preguntas tontas.
Al final, aprobar el curso fue una mezcla de alivio y orgullo personal. Tenía el carnet de taxista en mis manos y la sensación de que podía enfrentar cualquier cosa… aunque todavía me dieran miedo los camiones.
Primer día detrás del volante
Recuerdo perfectamente mi primer día trabajando. Tenía miedo de todo: que el coche se apagara, que me perdiera, que los pasajeros se enojaran conmigo. Pero también estaba emocionada. Puse música, respiré hondo y salí a la calle.
Los primeros viajes fueron un desastre. Me perdí varias veces, mi GPS parecía burlarse de mí y, por un momento, pensé que sería mejor darme por vencida. Pero luego recordé que nadie nace sabiendo. Cada pasajero que subía me enseñaba algo nuevo: unos eran pacientes, otros no tanto, pero todos me ayudaban a mejorar. Aprendí a escuchar, a hablar sin tartamudear y a mantener la calma, incluso cuando veía camiones gigantes acercándose a toda velocidad.
Fue un proceso de adaptación brutal, pero también divertido. Me reía de mis propios errores y de las historias raras de los pasajeros. Uno me contó que estaba huyendo de un conejo gigante en su sueño, otro simplemente me dijo “conduce rápido, pero con cuidado”. Fueron momentos absurdos, pero me ayudaron a soltar los nervios y a empezar a disfrutar la experiencia.
La rutina diaria de un taxista novato
Trabajar como taxista no es solo subir y bajar pasajeros. La verdad es que hay toda una rutina detrás. Antes de salir, reviso el coche, el GPS, la gasolina, y me aseguro de que todo esté en orden. Durante el día, alterno entre rutas conocidas y calles que debo aprender. Hay días en los que todo va perfecto, y otros en los que nada funciona: atasco tras atasco, pasajeros impacientes y semáforos en mi contra.
Pero también hay momentos increíbles: conoces historias de vida que jamás escucharías en otro contexto, gente que te hace reír o reflexionar. Es un trabajo que te obliga a ser paciente, rápido y observador al mismo tiempo. Yo, que antes temía cualquier carretera, ahora empiezo a sentirme cómoda al volante. No completamente experta, pero al menos sé que puedo manejar la presión.
Además, la ciudad cambia cuando la ves desde un taxi. Aprendes a moverte, a anticiparte, y hasta a disfrutar de detalles que antes ni notabas. Sí, sigo chocando bordillos de vez en cuando, pero eso ya forma parte de la anécdota.
Qué aprendí siendo taxista
- Aprendí a confiar en mí misma, a enfrentar miedos que parecían imposibles y a mantener la calma bajo presión.
- También aprendí que no pasa nada por equivocarse: los errores son parte del proceso.
- Otra lección es que la paciencia es todo. Conducir no es solo mover el coche, es manejar situaciones, emociones y personas. Aprender a lidiar con pasajeros difíciles, con el tráfico, con imprevistos, me ha hecho más fuerte y más consciente de mis límites.
- Además, descubrí lo importante que es la improvisación. Por más que planifiques la ruta, siempre aparecen imprevistos: un atasco inesperado, una calle cerrada o un pasajero que cambia de destino a última hora. Aprender a adaptarme rápido sin perder la calma me ha enseñado que ser flexible no solo ayuda en la carretera, sino en la vida en general. Cada situación inesperada se convirtió en un reto que me hizo más creativa y resolutiva.
- Y, sobre todo, aprendí a reírme de mí misma. Cada error, cada maniobra fallida, cada momento de pánico se ha convertido en una historia que puedo contar con orgullo y humor. Es increíble cómo algo que parecía imposible puede volverse parte de tu vida diaria, si te atreves a dar el primer paso.
Mirando atrás, no puedo creer que haya llegado hasta aquí
Yo, que temía conducir, ahora soy taxista. No ha sido fácil, ni rápido, ni limpio: ha sido un camino lleno de errores, risas, miedo y pequeñas victorias.
Si algo puedo decirle a quien lee esto es que atreverse a hacer algo que te asusta puede ser increíblemente gratificante. No se trata de ser perfecto, ni de tener todo bajo control. Se trata de intentarlo, de aprender, de equivocarte y seguir adelante. Conducir un taxi ha cambiado mi forma de ver la ciudad, a las personas y, sobre todo, a mí misma.
A veces pienso en aquel primer día, cuando salí con miedo y con el corazón acelerado, y sonrío. Porque ahora sé que podía hacerlo. Y si yo pude, cualquiera que se atreva a enfrentar sus miedos también puede.